8 dic 2011





Hace más de un año, escribí este cuento que en lo personal me dejó conforme en su resultado. Una historia que trata sobre el amor que uno le puede llegar a tener a la única persona que siempre se encuentra a nuestro lado como un ángel protector, velando por nuestros logros y fracasos. Nuestra madre.

En esta oportunidad, la madre de un personaje atormentado, es una de las protagonistas de este relato que a pesar de ser considerado una tragedia, nos deja un mensaje que demuestra que lo más importante es ver brillar a los ojos de nuestras madres. Y que de nosotros depende no apagar ese brillo.

Espero que lo disfruten.
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Estoy al interior de la oficina de contabilidad de una empresa textil. Está a punto de caer la noche. Amenazo con una semiautomática a una vieja de gruesos lentes que suda como vaca. Veo sus ojos desorbitados, observándome con miedo.

Soy el asaltante. El típico pendejo de mierda que aparece en el noticiario, al cual la gente putea desde su comedor cuando cena. El marginal incomprendido, el drogadicto sin escrúpulos, el delincuente, el flaite, la lacra social. Eso es lo que soy y muchas cosas más. A todo esto mi nombre es Joel.

No recuerdo bien cuando fue la primera vez que tomé un arma, apenas recuerdo la tarde que me fumé mi primer pito y quieren que me acuerde. Lo que si recuerdo es que me sentí invencible, como un dios con su báculo sagrado sometiendo a los hombres. La adrenalina recorría mi cuerpo y me volvía imponente ante el mundo. Quizás por eso decidí emprender este camino que muchos ven con maldad. No tenía otra alternativa. Para mi este camino representa libertad, rebeldía, anarquía absoluta, la posibilidad de doblegar a los poderosos bajo mi irreprochable doctrina. Como pueden ver, una simple pistola puede convertir a un simple pajarraco en un verdadero titán, ¿Cómo iba a decir que no a mi destino?.

A mis trece años, recorría las calles de la ciudad acompañado de mi nueve milímetros, la cual perteneció a mi padre, quien murió hace algunos años en la oscuridad de su celda. Junto a otros chicos de la población, nos interiorizamos en el arte de ser “choro”, aprendiendo su sucia jerga marginal y su reconocida conducta irreverente. Nos enfrentábamos con pandillas rivales que a ratos acechaban nuestro territorio, participando en verdaderas batallas campales. Allí aprendí a controlar mi arma y conocerla como propia, haciéndola parte de mí como un brazo o una pierna. De esa manera logré comprender su uso correcto para lograr defenderme y atacar cuando era necesario.

Con el paso del tiempo, mi pandilla se fue labrando cierta reputación. Algunos chicos del grupo destacaban sobre el resto, alardeando de sus peleas y de sus heridas de guerra. Sin embargo, nadie logró ser más respetado que yo, quizás porque siempre fui el más “choro” y el que primero iba al frente en caso de pelea. Indirectamente me convertí en el líder, dirigiendo y planificando las acciones a realizar. Asaltos, peleas con otros “piños”, ajustes de cuentas o simplemente pelear por placer y con quien se nos atravesara, era lo común para nosotros.
Recuerdo con mucha satisfacción mis inicios como pandillero, mientras el cañón de mi arma apunta a la vieja histérica, la cual torpemente trata de reunir el dinero recaudado. De momento estamos solos, así que decido tomarme mi tiempo mientras la doña cumple con su labor. Me siento sobre un mesón abarrotado de papeles, los cuales lanzo hacia el suelo. Me quedo algunos minutos sobre el tablón, apurando a mi victima con algunos garabatos y amenazas. Veo la camisa de la doña empapada por la transpiración y el terror. Me gusta tener el control de la situación, se me erizan los vellos con solo gritar y putear al resto, demostrando que yo hago lo que quiero. Siempre ha sido así y generalmente me comporto de esa manera cuando ataco. No me gusta demostrar debilidad ni compasión, ya que en el momento menos pensado, mis victimas se podrían volver mis victimarios. Es que el odio hacia los “cogoteros” se respira en cada rincón de nuestra sociedad y por supuesto hay que protegerse. Dudo mucho que la doña sea capaz de enfrentarme, pero es mejor no arriesgarse, así que continúo demostrando mi autoridad.

Algunas horas antes de salir a trabajar, me encontraba con algunos “voladitos” compartiendo afuera de la casa del “Jocho”, un compinche conocido en la pobla por aspirar parafina y por pitiarse al loco Lalo. La idea de asaltar la empresa textil se había conversado hacia algunos días, quedando pendiente la planificación de esta. Yo por mi parte siempre trato de idear todos mis pasos y al momento de reunirnos con mis “cumpas”, poder ofrecer una posible estrategia. En esta oportunidad, ninguno de estos “flytes” se atrevió a acompañarme, dejando para después el trabajito acordado. Al ver que mis socios no estaban disponibles, decidí por mi propia cuenta atacar esta noche y no compartir el botín, cosa que en lo personal me agradaba mucho más, ya que no tendría que rendirle cuentas a ninguno de estos drogadictos. “Que le ponen color, pollos culiaos”, grité y me retiré excitado a mi casa.

Antes de caminar hacia la fábrica, me fumé un pitito de pasta en mi pieza, mientras mi mamá lavaba la ropa de mi hermanita en el patio. A mi “vieja” no le gusta lo que hago y no han sido pocas las veces que me ha pedido de rodillas que me enderece. Para mi nunca ha sido fácil verla llorar por mi culpa, a pesar que me gusta mi vida, pero a estas alturas esta muy manchada mi conciencia y cada día que pasa, la posibilidad de ser un hombre de bien se desvanece. Nadie querría darle una oportunidad de trabajo a un tipo como yo, quien no le ha trabajado un peso a nadie y se gana la vida delinquiendo. Pero por otro lado, la libertad que actualmente tengo no la cambiaria en lo absoluto. Hago lo que quiero en cada momento y cuando necesito plata, salgo a trabajar como a mi me gusta. No soportaría vivir mi vida bajo las órdenes de un huevón, sacándome la cresta día y noche por un sueldo miserable. Yo sé que hago sufrir a mi mamá cada vez que salgo a la jungla y eso muchas veces me entristece, pero también sé que no tengo otra opción. El dinero fácil ya me atrapó.

Mientras veo a la vieja reuniendo el botín, me pregunto sobre su vida. Nunca me he preguntado de la vida de nadie, mucho menos de alguien a quien esté asaltando, puede ser que el recordar a mi madre con su rostro cansado me haya sensibilizado sobre aquello. La doña está algo más calmada, quizás resignada a lo que está pasando. Al menos colabora y no me cuestiona nada, así que dejo de hostigarla con mis palabras, mientras le observo con la pistola empuñada. Me levanto de la mesa para pasearme como león enjaulado. No pierdo de vista a la doña, mientras sigue guardando lo poco que queda de dinero en una bolsa plástica. Por un segundo, nuestras miradas se cruzan cuando se agacha a depositar un puñado de billetes. Nos miramos fijo, en silencio, sin importar el protagonismo que tuviera cada uno. El momento se quiebra cuando se levanta y amarra la bolsa. Le digo que me reúna otros objetos de valor como celulares o cosas de menor tamaño como un notebook. Me da su aprobación menando su cabeza.

Por un instante y mientras me reúne algunos móviles de la empresa, presto atención al escritorio más próximo. Una pequeña foto enmarcada me muestra a la señora sentada en una especie de jardín, acompañada de dos niños sentados en sus muslos. Se ve que ambos no superan los diez años y la abrazan con un amor que traspasa la imagen congelada por la cámara. Por la diferencia de edad, presumo que la doña es abuela y que la pareja corresponde a sus nietos. Trato de recordar alguna fotografía similar donde aparezca junto a mi familia. Alguna imagen de pequeño, en algún cumpleaños o el de mi hermana, pero no logro acertar con ninguna que se me haga familiar. Al menos no recuerdo nada. Eso porque desde la muerte de mi padre, mi mamá nunca nos celebró un cumpleaños. Pienso un poco sobre eso y me quedo en silencio. Mis ojos continúan recorriendo el mesón, encontrando otros objetos como figuras de cartón, pequeños dibujos enmarcados con palitos de helado o menudas figuritas de porcelana. Pequeñas artesanías que por lo que veo, fueron hechas en su mayoría por manitas también pequeñas.

Recuerdo una tarde cuando aún iba a la escuela, en una época donde mi mamá aún era feliz y sus ojos brillaban con luz propia, me fue a buscar a mi kínder en vísperas del día de la madre. Aquel día, la profesora nos hizo trabajar en un regalo, el cual consistía en fabricar una pequeña figura de lana, con largas patas colgantes y un pequeño sombrero de cartón. Con mucha dedicación me preocupé de los más mínimos detalles, ayudado por una de las “tías” que recortaba y unía las piezas más complejas. Todavía recuerdo la enorme sonrisa de mi viejita cuando le entregué su regalo. El contraste de su brillante y perlada dentadura con el tono mate de su piel y su erizado cabello que dejaba caer sobre sus delgados hombros. El rostro de mi madre, con esos hermosos ojos cristalinos que me enamoraban y me inspiraban confianza, los recuerdo como si hubiera sido ayer. Creo que es la única vez que la vi tan sonriente y tan radiante, antes de convertirme en lo que soy. Un beso de agradecimiento humedeció mi pequeña mejilla, luego le di mi mano y nos fuimos a casa.

La doña termina de reunir el resto de los objetos que le pedí. La veo tensa, algo confundida por la situación, hasta un poco más intranquila que hace algún instante. Recojo una de las bolsas y la acerco. Le digo que se siente y descanse un poco. Le pregunto si tienen más objetos de valor y me dice que lo más importante ya lo ha reunido. “¿Cómo que no tiene más hueás?”, grito con tono desafiante, mientras se acurruca protegiéndose con sus brazos. Me ruega que no le haga nada, que me vaya con lo que tengo y que efectivamente no quedan más cosas que entregar. Desgraciadamente la pasta hizo que perdiera hace mucho tiempo mi sentido común.

La levanto con fuerza, arrojándola al suelo y gritándole con más violencia que antes. Esta vez hasta yo creo que me excedo con la forma que trato a la señora, pero es necesario reunir la mayor cantidad de objetos de valor posible para que el asalto valga la pena. Le digo que se levante y que busque cualquier cosa como un reloj, una linterna o un bolígrafo, estoy dispuesto a llevar y revender lo que sea útil. La señora esta vez queda sentada en el suelo, llorando desconsoladamente, haciendo oídos sordos de mis instrucciones.

La observo como un puma, los ojos centelleantes y el aliento con gusto a azufre. Me ofusco con la escena y la levanto de un brazo, arrojándola hacia un pequeño escritorio. Se golpea con su cadera en el canto, frenando de improviso con violencia. La mesa alcanza a chocar con el escritorio anterior en una de sus esquinas, provocando una sacudida que desparrama todos los pequeños objetos, incluida la foto enmarcada que cae al suelo. La doña se levanta con mucha dificultad, con lágrimas en sus ojos, con su respiración agitada. Me pide que la deje recuperar el aliento, a lo cual accedo a regañadientes. Una vez que se reincorpora, se frota su pecho y disminuye a sollozos su llanto. Le ordeno que se apure, a lo cual obedece caminando hacia unos estantes algunos metros de nosotros. Me vuelvo a sentar en una de las mesas, observando cada uno de sus movimientos. El tiempo pasa lentamente, o eso es lo que la pasta me hace creer.

Rápidamente presto atención al desorden. La foto yace distorsionada entre los vidrios rotos del marco. Veo a la señora sonriendo, rebosante de felicidad junto a los pequeños. Se ven sentados sobre el césped, quizás en una plaza, en el jardín de alguna casa, no logro saberlo. El sol se ve brillante, destacando notoriamente sobre sus cabezas como si de un día de verano se tratara. Vuelvo a lo mismo de antes, intento recordar una fotografía, alguna escena o evento familiar que no existe. Mi mente se esfuerza en escudriñar mis recuerdos, pero todo llega a un elemento vacío. ¿Es que acaso nunca he tenido un momento de felicidad? ¿Mi vida siempre ha estado llena de miserias? Simples preguntas que me hago en cosa de segundos. Veo en una sola imagen una vida plena, con un buen pasar y dicha. Veo éxito y metas cumplidas, una familia formada y bien constituida. Veo a una persona que logró todo lo que se propuso, que fue esposa, madre y abuela. Una mujer feliz, la cual probablemente nació en una familia feliz y posteriormente pudo realizar su propio proyecto. Quizás cuantas fotos más existen de ella con sus seres queridos, recuerdos de fiestas, cumpleaños o graduaciones. Yo lo único que tengo hasta ahora, es la imagen de mi madre tomándome de la mano a la salida del jardín. ¿Acaso ese instante no me fue suficiente? ¿Necesitaba más momentos alegres para tomar otro rumbo en mi vida?, nunca sabré la respuesta. El tiempo avanza, ya queda poco para terminar acá.

“No hay más cosas” me dice la doña, ya bastante agotada. Esta vez siento que es sincera y que no busca engañarme, entonces me le acerco sigilosamente para recibir la bolsa con los últimos objetos recaudados. Cuento cinco de ellas, las cuales torpemente amontono dentro de una mochila que encuentro en la oficina. La señora se sienta sobre una vieja silla, exhausta, con la mirada perdida y su rostro exageradamente rojizo. Apoya su frente en sus manos y deja caer sus lentes sobre su regazo. Poco le importa recogerlos, prefiere respirar como un asmático a punto de sufrir una crisis. La observo en silencio, escruto cada uno de sus movimientos haciéndome el desentendido. Curiosamente me nace la necesidad de abrazarla y consolarla, no siento odio hacia ella ni mucho menos, solo compasión y respeto, esto gracias al coraje con que me enfrentó durante el asalto. Se nota que es una mujer muy valiente.

Termino de preparar la mochila con el botín, revisando cuidadosamente que todo haya quedado bien cerrado. Para mi mala fortuna, al momento de dirigirme hacia la puerta principal, escucho con cierto temor algo parecido a un ejército marchando hacia nosotros. Al otro lado de la salida, una escalera de madera me conecta con el primer piso por donde entré, justamente es por ese sector donde se escucha el grito amenazante de un individuo. Su voz es tan fuerte como el bramido de un toro. Aquellos gritos se me hacen familiares.

Me desespero al punto de perder el control. Retrocedo torpemente y echo un rápido vistazo alrededor, reviso las pocas ventanas que hay para encontrarme con la terrible sorpresa de que me tienen rodeado. Cuando me giro hacia la puerta y sin ninguna opción razonable, veo como esta se desploma y permite la entrada de tres individuos armados. El uniforme les distingue como funcionarios de investigaciones, quienes en pocos segundos se posicionan dentro de la oficina. Debo pensar rápido, buscar la forma más segura de salvarme. Opto por una decisión drástica pero lógica, apunto a la doña quien esta paralizada por el miedo, me le acerco rápidamente hasta apuntar mi cañón en su frente. Por la cara de los detectives, al parecer ninguno se esperaba que un mocoso púber fuera tan decidido, aunque en estos días ya nada les debe sorprender por lo demás.

Les advierto que no se acerquen, que estoy dispuesto a todo y que me dejen escapar tranquilamente. Uno de los detectives que parece ser el líder me sugiere que no me precipite. Mientras él me dirige la palabra, veo como más individuos se suman a la escena. El aire es pesado y caluroso, la tensión se respira como si fuera vapor y mi piel se vuelve de gallina. Estoy solo, sin ninguna idea y entregado a mi destino.

Veo que la señora lentamente toma posición fetal, sollozando con sus ojos cerrados. Una vez escuché que nuestro cuerpo al morir, inconcientemente adopta esa postura con la cual se mantuvo nueve meses en el vientre materno. Otros dicen que antes de morir o sentir la sensación de muerte, nuestro cuerpo se prepara para lo peor y esa posición es parte de ello. No sé si será cierto, pero me pareció que la señora estaba preparándose y justamente esa escena me hizo recordar aquel mito urbano. Haciendo un poco de memoria, mi madre fue la que me contó hace mucho tiempo esa creencia y recuerdo que sorprendido le pregunte más cosas sobre aquello. Así era mí querida madre, una mujer sabia que conocía el mundo como la palma de su mano, que me enseño tantas cosas que aun me parecen increíbles y que siempre nos respondía con la mejor de sus sonrisas y con sus ojos esmeralda. Cómo me gustaría haberle dado todas las comodidades que se merece.

No fueron pocas las veces que después de realizar alguna venta de artículos, le ofrecí compartir las ganancias para ayudar en la casa, ya que ella lava ropa para ganar dinero y desgraciadamente no le alcanza para mantenernos. Ella siempre me rechazó, argumentando que prefería mil veces seguir siendo pobre antes que comer y vestirse gracias a “plata sucia”. La entiendo, generalmente le cuestioné su decisión pero la entiendo. Ella siempre fue humilde y trabajadora, siempre trató de educarme y enseñarme valores, los cuales con el tiempo quebranté. Yo sé que sufre mucho por mi culpa y como dije antes, muchas veces se arrodilló pidiéndome que cambiara de vida. Sin embargo en esta ocasión, no es ella la que se encuentra arrodillada afirmándose de mis piernas, suplicándome que no cometa otro error. La que se encuentra en esa situación es la señora de la oficina, sollozando y rogando por su vida. No me di cuenta en que momento se deslizó hacia mí, pero la veo en una posición que se me hace familiar. Está de rodillas como tantas veces lo hizo mi madre.

Me quedo paralizado, un poco incrédulo con respecto a lo que ocurre, pero definitivamente estático. Veo como aquella mujer abraza mis piernas y apoya su cabeza en uno de mis muslos, rogándome con sus palabras quebradas por la tristeza. La humedad de sus lagrimas moja mis pantalones, sus uñas se clavan suavemente en mis pantorrillas y su llanto similar al de un niño me conmueve. Junto a ella, yace en el suelo la foto enmarcada con sus nietos, su momento de felicidad, uno de tantos que ha tenido la señora. La vuelvo a ver abrazada a mis piernas, al igual que a mi madre pidiéndome que no me desvíe, que sea un gran hombre y que haga el bien a mis semejantes. Veo como su mirada se posa en mi persona, con sus ojos mojados y profundos, con su corazón herido por mi culpa, veo los ojos de mi madre como tantas veces lo hice antes. Veo los mismos ojos que vieron a mi padre y que ahora me vuelven a ver como tantas veces, aunque en esta oportunidad desde otro cuerpo y en otro lugar. Vuelvo a reconocer esa mirada triste que en parte contribuí a formar, al igual que hizo mi progenitor, pero que yo sé que más culpable de aquello soy yo, su niño lindo como me decía, su gran esperanza para el futuro.

Me tambaleo por los nervios, mi corazón se acelera y la culpa me absorbe en estos momentos. Los ojos tristes de mi mamá se revelaron en otra persona, pidiéndome que no me equivoque más. No quiero volver a ver tristeza en mi madre, deseo que ella vuelva a sonreír y que sus ojos recuperen el brillo que les hice perder. Extraño los ojos de mi madre como cuando era ese niño inocente que poco sabía del mundo. Deseo con toda mi alma que ella recupere las ganas de vivir y que deje de preocuparse de las personas que solo la han dañado. Que deje de preocuparse de mí y que logre vivir tranquila.

Retrocedo tiritando, alejando la punta del cañón de mi rehén, decidido a terminar con todo. No sé realmente en que momento las cosas se volvieron tan confusas, no sé si el efecto de las drogas me ha influenciado en mi decisión o quizás en mi eventual tristeza, solo sé que me siento más lucido que en toda mi vida y que el sacrificio que estoy dispuesto a hacer, permitirá que en el futuro mis seres queridos vivan en paz. Permitirá que mi hermana viva sin ese miedo que expresa su mirada cuando estoy cerca de ella y permitirá que mi madre recupere ese brillo que antaño perdió. Seguramente los primeros meses sufrirán, comenzaran los cuestionamientos y las auto recriminaciones, pero yo sé que a largo plazo las cosas mejoraran y sus vidas cambiaran. Eso espero con todo mi ser y que ojala el de arriba me escuche esta vez y me cumpla solo con ese favor.

Antes de levantar mi arma y apretar el gatillo hacia los detectives, una bala perfora mi cuello a la altura de la yugular. La sangre salpica a raudales desde la herida, manchando mi polera con el líquido rojo. Me desplomo agonizante sobre la alfombra mientras la señora grita shockeada algunos metros más allá. Con una mano trato de impedir que la sangre siga saliendo a litros, pero mi cuerpo va perdiendo fuerza a cada segundo que transcurre. Me cuesta respirar, trago y trago sangre y saliva, llegando a un momento en que mi garganta se obstruye. Que bueno que los detectives reaccionaron como yo esperaba.

Antes de cerrar mis ojos y dejar este mundo, entiendo que aquel recuerdo del jardín era mi momento de felicidad. Quizás el único que he tenido en mi vida, pero era más que suficiente para aferrarme y salir adelante. Mi vida se acaba, pero al menos me tranquiliza el hecho de que tarde o temprano los ojos de mi madre volverán a brillar.


1 comentario:

  1. Todos deberían reaccionar de esa manera, no matándose,..... pero sí arrepintiéndose de sus actos para q se termine la delincuencia, sería perfecto.
    A pesar de todo....una hermosa historia........
    TE AMO!.....mamá

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