Avance
El día que llegamos a Temuco
Recuerdo aquel día como si fuera ayer. El
día que llegamos a mi querido Temuco aquel verano del noventa. El día que
conocí la capital de la Frontera.
Después de un viaje de casi diez horas en la
vieja Chevrolet Custom de Don Lalo, logré divisar en el horizonte el mar de
árboles nativos que cubría al ese entonces, desconocido Cerro Ñielol. Privilegiado
espectador de los primeros villorrios que formaron a la reconocida capital
sureña hace más de un siglo. Cruzamos por un camino fracturado por el paso de
los años, el cual rodeaba por el lado oriental al viejo cerro. Dicho camino nos
dio la bienvenida a la ciudad, la cual nos recibió con una imponente cruz
monumental, anclada en la avenida principal donde circulaba nuestra camioneta.
Al tiempo después, supe que aquella avenida se llamaba Caupolican, en honor al
heroico guerrero de antaño.
Estaba sentado en la cabina trasera de la camioneta, junto al ventanal izquierdo, observando este nuevo paisaje que me presentaba mi nueva ciudad. Veía una hilera de casonas antiguas, algunas de noble madera y otras de sólido concreto, las cuales aparecían a la velocidad de un rayo a medida que circulábamos. Cruzábamos calles de nombres desconocidos, algunas de doble vía, otras apenas distinguibles y algunos pequeños callejones que se repartían a las orillas de Caupolican. Después de algunos minutos, llegamos a la intersección de otra avenida de similares características, una que atravesaba de izquierda a derecha a Caupolican, siendo la puerta de entrada definitiva a Temuco. La primera avenida de importancia de la ciudad y que se puede denominar como fundacional, la centenaria avenida General Balmaceda.
Tomamos
nuestra derecha, ingresando por sus amplias pistas. Allí atravesamos una
plazoleta con un busto de Pedro de Valdivia, el cual veía hacia el horizonte
con sus ojos apagados, quizás recordando aquellas cabalgatas realizadas durante
la conquista. En una esquina próxima, un pequeño edificio blanco tenía escrito
en su fachada “Centro cultural municipal” con unas delgadas letras metálicas y según
las palabras de Don Lalo, aquel inmueble era la Biblioteca municipal. Ya
más al interior de nuestro camino y en el centro del ancho brazo rodeado por
las pistas, una hilera de gigantescos Castaños, atravesaban hasta el final de
la avenida, cruzando al Liceo Pablo Neruda, el Liceo técnico femenino y el
liceo Pedro Aguirre Cerda. También atravesamos por fuera de la cárcel de la
ciudad y del Cementerio general, el cual finalizaba nuestro transcurso por la
vieja Balmaceda. Al llegar al extremo de aquel hermoso boulevard, otra avenida
de anchas calles y plazoletas interiores hacía su aparición. La avenida Prieto
norte, denominada así porque se prolongaba más allá de Caupolicán, siendo
dividida por algunos barrios hasta volver a aparecer como Prieto sur, en el
extremo más lejano de nuestra panorámica.
Cuando
llegamos al cruce correspondiente, nos desviamos hacia nuestra izquierda, donde
atravesamos un par de cuadras para llegar a otro cruce donde nos daba la
bienvenida la avenida Pedro de Valdivia. ¿Qué
tiene avenidas Temuco?, recuerdo que le grité a Don Lalo, quien nos servia
de guía turístico y nos contaba un poco sobre la historia que rodeaba nuestro
camino. Él era oriundo de la ciudad y por supuesto que le encantaba hablarnos
sobre su lugar de origen. Cuando Don Lalo escuchó mis expresivas palabras, soltó
una agradable carcajada para luego responder amablemente que Temuco era una de las pocas
ciudades de Chile, compuesta en su mayoría por áreas verdes en casi todas sus
calles, además de confirmar mi comentario sobre las avenidas.
Pedro de
Valdivia no era una arteria como las anteriores y era la excepción a la
afirmación de nuestro guía turístico. De hecho, se parecía mucho más a la
típica avenida Santiaguina, algo así como la Gran Avenida o Vicuña Mackenna.
Un lugar con muy pocos árboles, algunas casas de concreto y plantas de
procesamiento como la de los helados LB. También recuerdo que Don Lalo nos
indicó un enorme recinto similar a una escuela, el cual correspondía a la Fundación Mi Casa, en
donde funcionaba un hogar de acogida para niños desamparados. En ese lugar, me habían
llamado la atención unos árboles que
allí se encontraban, los ejemplares más grandes que había visto hasta ese
entonces. Dos enormes pinos de gigantescas ramas pobladas y de filamentos
puntiagudos, danzaban con la brisa del viento sureño y vigilaban como enormes
atalayas el portal de entrada a la Fundación.
Un poco
mas allá, continuando hacia el poniente, Pedro de Valdivia subía en una
pendiente casi interminable, comenzando por el naciente sector residencial y después
de cruzar un riachuelo, el cual era conocido como el Canal Gibbs, según nos
contaba Don Lalo. Subiendo un poco mas en el trayecto, llegamos a una pequeña
calle que descendía por la izquierda y que se cruzaba por nuestro camino
bruscamente. Dicha calle era donde estaba mi casa y se llamaba Recreo, lo cual
me causó algo de risa cuando supe su nombre. Mas abajo estaba mi barrio, el
cual dijo Don Lalo era conocido como “Campos Deportivos”. Esa refrescante mañana conocí por primera vez a mi
querido Temuco, a mis tiernos nueve años, deseoso de comenzar una nueva vida en
el sur.
***
Mi casa se
encontraba aproximadamente a dos cuadras de Pedro de Valdivia, en la esquina de
Recreo con Víctor Domingo Silva y justo al frente de una enorme cancha de
tierra, en donde se desarrollaba un partido de futbol a esas horas del día. La
gente abarrotaba los alrededores del recinto para observar el encuentro, donde
el esfuerzo de los poco atléticos jugadores, era reconocido con vítores y
gritos de barras bravas.
Al
fondo de dicha cancha, la techumbre metálica de un gimnasio se levantaba y
brillaba casi por autonomía propia, destacando en el paisaje de los techos
bajos de las casas. La calle Recreo continuaba su trecho y a doscientos metros
se desviaba hacia el sur, siendo decorada por enormes pinos centenarios al
final de dicha vuelta. Pequeñas casas pareadas de diminutas ventanas a sus
costados, estaban dispersas alrededor del vecindario, mezcla de distintos
colores y antejardines tan típicos del sur de Chile.
Nuestra
casa era de color perla, con un pequeño cerco de madera y grandes tablones
divisorios en el sector del patio. La puerta de entrada era por Víctor Domingo
Silva y estaba acompañada por un ventanal delgado en su lado derecho. Por el
lado de la pendiente de Recreo, las paredes exteriores lucían dos pequeñas ventanas
de madera, las cuales se ubicaban en el living y en una de las dos habitaciones
de la casa respectivamente. El antejardín tenía su pasto recién cortado y el
dulce olor de este, ingresaba por mis fosas nasales con una delicadeza que fue
característica de mi hogar durante esos años. Recuerdo que quedé atontado por
algunos minutos sobre mi antejardín, olfateando ese aroma que por primera vez
percibía. El aroma del sur, el aroma del aire limpio, el cual mucha gente en
Santiago extrañaba y también me había comentado antes de viajar. Recuerdo que
la señora Pola, una vecina que tuvimos en Recoleta, me dijo que mi vida
cambiaria y que conocería un lugar maravilloso, donde nunca tendría que aspirar
el quemante olor del humo y no tendría que preocuparme de ocultarme en mi casa
al anochecer. Esas palabras me vinieron a la mente en aquel segundo. Cuanta razón tenía la señora Pola,
pensé.
Dentro
de mi casa, las paredes estaban barnizadas de un color parecido al caramelo. El
living era pequeño pero muy acogedor, muy distinto a la casa de adobe en donde
vivimos durante tantos años. Una casa sombría, de muros grisáceos y fríos,
impregnada del olor al cigarrillo de la Sabrina , una de las tantas pensionistas que
vivían con nosotros. Mi nueva casa era diferente, llena de magia, un ambiente impecable
y con un olor a limpio como la ropa recién lavada.
Por la pared
izquierda y justo al final del living, una abertura continuaba hacia ese
sentido, desde donde uno ingresaba a la cocina. En ese pequeño trayecto, un
pequeño cubículo era el baño y frente a este, dos puertas eran la entrada a las
dos habitaciones de la casa. La pieza izquierda daba hacia el patio, desde
donde pude observar desde la ventana un pequeño gallinero al final del terreno.
¡Un gallinero! gritó Pablo, mi
hermano mayor, quien estaba tan estupefacto como yo recorriendo cada esquina de
nuestro nuevo hogar, descubriendo sus pequeños rincones y sus delicadas terminaciones.
La otra habitación era donde estaba una de las dos ventanas que daban a Recreo,
de hecho, esa fue la pieza que eligió mi Mamá, por su cercanía a la entrada
principal y a la luz de la calle. Cosas de Mamás. Pablo y yo nos quedamos con
la habitación del patio sin queja alguna. Lo bueno de eso era que estábamos más cerca de este último, ya que
saliendo de nuestra pieza y hacia nuestra derecha donde estaba la cocina, la
vieja puerta blanca de madera nos permitía ingresar a nuestros terrenos
traseros para disfrutar de nuestro propio patio, cosa que en Santiago nunca
tuvimos y siempre deseamos tener.
Para
nosotros y continuando con lo anterior, lo mejor de la casa era el patio.
Recuerdo que lo primero que vi al abrir la puerta de salida, era un imponente cerezo ante nosotros. Dispersos por
el terreno y ocultos detrás del gigante, tres pequeños arbolitos yacían en fila
como los tres chiflados. Un Ciruelo, un Durazno y un Albaricoquero. Bajo las
raíces eternas de ellos, los rastros de los frutos caídos y carcomidos por el
tiempo parecían cual alfombra cubriendo el pasto silvestre, aunque lo mejor de
todo era que las cabelleras de los señores árboles estaban abarrotados de
frutos, jugosos y maduros, brillantes y redondos, esperando a que los devoráramos. Fue cosa de segundos que Pablo se
encaramara en el cerezo y yo detrás como buen cachorro tras su dueño. Cuando mi
hermano vio que no lograba subir por aquel tronco roído por el paso del tiempo,
descendió raudamente para ayudarme a
subir, empujándome con sus delgados brazos. Como siempre, Pablo me decía que
por ser tan bajito, no lograba subir a los árboles, lo cual muchas veces me
irritaba por lo reiterado de sus palabras. Después de algunos minutos y con algo
de torpeza, descendimos con nuestros polerones que a esas alturas parecían
hamacas de tanto fruto, siendo personalmente ayudado por mi Mamá al momento de
bajar.
Ese es el
recuerdo de mi primer día en Temuco. Aquella mañana soleada, fresca e iluminada, disfrutando de
los frutos de nuestros árboles, refrescados por los dedos invisibles de la
brisa del sur y sentados en la pequeña escalera de concreto que salía desde los
pies de la puerta del patio. Luego de saborear los jugosos y dulces frutos
capturados, nuestra Madre nos preparó unas ricas marraquetas con queso y nos
invitó a tomar una leche caliente como tentempié.
- Mis pollitos, aquí seremos muy felices. Se
los prometo. – Nos dijo con sus enormes ojos celestes, que brillaban con la
esperanza de días mejores – Esta es la casa que les había contado, tan linda
como alguna vez imaginamos.
Para
agregar, aprendí como nuevo “temuquense” el no mezclar la leche con los
albaricoques. Aquella noche, mi estomago sufrió más de la cuenta. Mejor dicho
nuestros estómagos, aunque ese desgraciado evento no empañó lo ocurrido el
resto del día. Nuestro primer recorrido por el barrio y el conocer a nuestros nuevos
amigos.
lA PALABRA MÁS LINDA DEL MUNDO ES.......MAMÁ.........TENERLA ....Y SERLO, SIN EMBARGO LO VIVIDO CON LOS HIJOS, ES LO MAS MARAVILLOSO EN ESTA VIDA, MI HERMANO PABLO ME HA TRANSPORTADO A LA INFANCIA DE MIS ADORADOS NIÑOS.........HERMOSAS VIVENCIAS, HERMOSOS RECUERDOS......
ResponderEliminarGRACIAS HIJO POR TAN BELLOS MOMENTOS Q HAS DEVUELTO A MI MENTE Y Q HAS UTILIZADO EN UNO DE TUS SUEÑOS, SE Q NO ES UNA BIOGRAFIA, PERO SI SE Q ES UNA DE TUS PASIONES Y CREO Q DE LAS VIVENCIAS SALEN LAS MAS BELLAS HISTORIAS........SOLO DECIRTE ERES MI ORGULLO.....Y TE AMO
mmmmm..... yo prefiero una batalla, una guerra, pero te felicito se ve interesante si lo publicas me lo autografias quien sabe.... alomejor algun dia tu firma en el libro podria valer algo... jajajaja
ResponderEliminarPD: podrias agregar las noches de alcohol y tu saco de dormir... eso venderia jajaja
animo perro!!
wena viejo, sigue así..
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